En los últimos años, la ansiedad se ha convertido en uno de los malestares más extendidos. Muchas personas acuden a consulta con una sensación de desbordamiento constante: la mente que no para, el cuerpo en tensión, la necesidad de control y el miedo a no poder con todo. Lo llamamos “ansiedad”, pero en realidad ese término encierra una experiencia profundamente humana, que no puede entenderse únicamente desde la biología o la conducta individual.

Desde mi mirada terapéutica, la ansiedad no es solo un trastorno, sino también un síntoma del modo en que vivimos. Un reflejo de una sociedad que nos exige ser productivos, eficientes y felices todo el tiempo. En otras palabras, la ansiedad no surge en el vacío: es una respuesta coherente a un entorno que no nos permite detenernos.

El imperativo del rendimiento

El sistema económico y cultural en el que estamos inmersos ha convertido la productividad en un valor moral. Valemos por lo que hacemos, no por lo que somos. Se espera que rindamos incluso cuando estamos agotadas, que respondamos rápido, que no fallemos, que nos adaptemos.

Byung-Chul Han lo describe como la era del “yo-empresa”: personas que ya no necesitan un jefe que las controle, porque se controlan a sí mismas. Esa autoexigencia continua, unida a la precariedad y a la incertidumbre, genera un estado de alerta permanente. No es extraño, entonces, que el cuerpo reaccione con ansiedad: está intentando avisarnos de que el ritmo es insostenible.

Cuando el malestar se privatiza

El discurso dominante nos dice que la ansiedad es un problema individual. Que debemos aprender a “gestionar el estrés” o a “pensar en positivo”. Pero esas frases, tan bienintencionadas como superficiales, suelen esconder una trampa: trasladan a la esfera personal lo que es un problema social.

Nos sentimos culpables por no poder cumplir con las expectativas, cuando en realidad esas expectativas son imposibles. La ansiedad, en muchos casos, no es una patología a corregir, sino una reacción legítima ante un contexto que nos desconecta de nuestros ritmos, nuestros deseos y nuestros vínculos.

La ansiedad digital

La hiperconexión intensifica esa sensación de exigencia. En las redes sociales, comparamos nuestra vida con la de los demás, filtrada por la lógica del éxito y la perfección. El resultado es una mente saturada, una identidad fragmentada y una atención dispersa. Vivimos hiperestimuladas, pero emocionalmente vacías.

La ansiedad se vuelve entonces la emoción de una época que no sabe descansar. No solo sentimos ansiedad por el trabajo o por el futuro: sentimos ansiedad de existir en un sistema que convierte cada aspecto de la vida en rendimiento.

Más allá de la medicalización

Por supuesto, hay situaciones en las que la intervención médica o farmacológica es necesaria y útil. Pero reducir la ansiedad a un desequilibrio químico o a un fallo individual es quedarse con una parte muy pequeña de la historia.

El mercado del bienestar ofrece soluciones rápidas: pastillas, cursos, aplicaciones. Sin embargo, pocas de esas herramientas invitan a detenerse, a comprender el sentido profundo del malestar o a cuestionar el modelo de vida que lo genera. Una psicoterapia con conciencia social propone lo contrario: escuchar lo que la ansiedad intenta comunicar.

Una psicoterapia con conciencia social

En Orientación Vital se concibe la psicoterapia como un espacio de escucha, reflexión y cuidado donde el malestar no se patologiza, sino que se entiende en contexto. La ansiedad no es un error que hay que eliminar, sino un mensaje que puede ayudarnos a entender qué aspectos de nuestra vida —o de nuestro entorno— necesitan transformarse.

El trabajo terapéutico no consiste en adaptar a las personas a un sistema que enferma, sino en acompañarlas a reconectar con su deseo, sus ritmos y su capacidad de agencia. La psicología, desde esta perspectiva, no es neutral: tiene un compromiso con la salud psíquica, pero también con la justicia social.

Hacia una cultura del cuidado

Hablar de ansiedad también implica hablar de comunidad. Ninguna terapia puede reemplazar la necesidad de vínculos, de redes de apoyo, de espacios de descanso. Recuperar la cultura del cuidado —hacia una misma y hacia las demás personas— es una forma de resistencia frente a un sistema que nos quiere aisladas y disponibles.

Cuidarnos no es un acto individualista: es una práctica colectiva que sostiene la vida. La salud mental, entendida así, se convierte en un derecho y no en un privilegio.

Transformar el malestar en conciencia

La ansiedad, por dolorosa que sea, puede tener un sentido: mostrarnos que algo necesita cambiar. En lugar de luchar contra ella, podemos aprender a escucharla y a transformarla en conciencia.

Comprender que no estamos solas en ese malestar —que no somos “fallidas”, sino humanas en un contexto deshumanizante— puede ser el primer paso para sanar. Y sanar, en este sentido, no significa adaptarse a lo que hay, sino atreverse a imaginar otras formas de vivir.

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